En un mundo trazado por prisas, notificaciones y voces que nunca se detienen, la quietud parece un territorio olvidado.
Pero existe.
Y tiene geografía propia.
La quietud no es falta de sonido: es un mapa secreto donde cada latido encuentra su lugar.
Hay que aprender a leerla como quien descifra un idioma antiguo.
Los que saben observar descubren que la quietud tiene puntos cardinales.
Hacia el norte, habita el pensamiento que se aclara cuando dejamos de perseguir respuestas.
Hacia el sur, la memoria se abre como un cuaderno viejo: nombres que ya no duelen, rostros que regresan sin herida.
Al este, despiertan las cosas pequeñas: el aire moviendo una cortina, una hoja que cae, un rayo de sol que detiene el polvo en el aire.
Y al oeste, se guarda lo que aún no entendemos, pero ya presentimos.
En la quietud, hasta los objetos respiran.
Un vaso con agua vibrando levemente con el paso lejano de un auto.
Un libro abierto que, sin ser leído, tiene la dignidad de quien espera sin exigir.
Una lámpara que ilumina sin preguntar a quién.
La quietud revela fracturas diminutas:
esa palabra que callamos,
esa carta que no enviamos,
esa decisión que aún pesa en el bolsillo del alma.
Pero también revela luz:
lo que nos sostuvo,
lo que nos salvó sin que nadie se diera cuenta.
Cuando uno se queda quieto, el tiempo cambia de textura.
Los minutos se vuelven suaves, como si alguien hubiera apagado la gravedad.
No hay prisa.
No hay exigencia.
Solo un acuerdo íntimo con uno mismo.
Quizá la quietud sea eso:
una cartografía invisible de todo lo que tiembla por dentro.
Un territorio que nos pertenece, aunque llevemos años sin visitarlo.
Y a veces, solo hace falta cerrar los ojos para volver a él. (vallegracie@hotmail.com)
Las opiniones expresadas son sólo responsabilidad de sus autores y son completamente independientes de la postura y la línea editorial de grietacero.com

