Han pasado cincuenta años desde que Bohemian Rhapsody salió al mundo.
Medio siglo desde que aquella “cosa de Fred”, como solía llamarla Brian, dejó de ser un experimento en mi cabeza para convertirse en un himno que aún resuena en cada escenario, ¡en cada voz que se atreve a gritar Galileo! sin miedo a desafinar.
Cuando la compuse, no pensaba en hacer historia. Pensaba en romper una grieta en lo establecido. La música rock tenía sus reglas, la ópera tenía las suyas, y yo quería unirlas, o más bien, hacerlas colisionar hasta que del choque naciera algo nuevo. Una grieta luminosa entre dos mundos: el del ruido y el del drama, el de la guitarra y el del teatro.
Recuerdo las miradas de duda en el estudio, las discusiones sobre su duración “¡seis minutos, Fred, nadie la pondrá en la radio!”. Pero nunca quise medir una canción en minutos, sino en emociones. Bohemian Rhapsody no era un tema para encajar: era un viaje, una confesión, una ópera en miniatura donde el alma se partía y se redimía al mismo tiempo.
Hoy, medio siglo después, me asombra que esa grieta que abrí no se haya cerrado. De ella siguen brotando nuevas generaciones de artistas, de soñadores que se atreven a cruzarla. Cada vez que alguien canta esas primeras notas frente a un espejo, siento que sigo allí, en algún lugar entre el piano y el silencio, sonriendo con el mismo brillo en los ojos.
Quizá eso sea lo que realmente buscaba: no fama, sino trascender el instante. Y si lo logré, fue porque me atreví a mirar dentro de la grieta, en esa fisura donde el arte se vuelve verdad y cantar desde el abismo hace estallar al corazón.
“Nothing really matters… to me.”
(Por Freddie Mercury, si pudiera contarlo medio siglo después)
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