Dicen que el miedo cambia con el tiempo.
Yo digo que solo se disfraza mejor.
Durante siglos, fui el rostro del terror. Los hombres temblaban al nombrarme, escondidos tras cruces y ajos, creyendo que el mal tenía colmillos y capa. En aquellos días, el terror gótico reinaba: castillos envueltos en niebla, gritos ahogados en la noche, criaturas que eran la sombra de los deseos humanos.
Me llamaron Drácula, pero yo solo era el espejo donde se reflejaban sus obsesiones: el deseo, la muerte, el poder. Lo que realmente temían no era a mí, sino a lo que eran capaces de hacer por sobrevivir… o por dominar.
Con el cambio de siglo, el miedo cambió de morada.
Ya no se escondía en los ataúdes, sino en los laboratorios.
El nuevo monstruo tenía bata blanca y jugaba a ser Dios.
La humanidad descubrió que su propia ciencia podía destruirla, y el horror dejó de ser sobrenatural para volverse humano.
No necesitaban colmillos, solo máscaras, bisturís y decisiones equivocadas.
Ahora los hombres caminan sin sombras, iluminados por la luz fría de sus pantallas.
Sus tumbas caben en el bolsillo: los teléfonos donde entierran su tiempo, su mirada, su alma.
Los verdaderos vampiros del siglo XXI no beben sangre: beben datos.
Se alimentan de clics, de “me gusta”, de la necesidad eterna de ser vistos.
Y sus castillos ya no están en Transilvania, sino en la nube.
Los algoritmos son los nuevos condes: invisibles, eternos, omnipresentes.
Ellos deciden a quién mirarás, a quién temerás, qué amarás.
Y tú, humano moderno, ni siquiera notas cómo te vacían.
El miedo no cambia.
Solo se adapta al lenguaje de su época.
Antes se llamaba Drácula; hoy se llama notificación, vigilancia, dependencia.
Porque el horror más puro no vive en la oscuridad, sino en la costumbre.
El miedo moderno no tiene colmillos: tiene wifi.
Y no hay criatura más aterradora que el hombre, cuando deja de temer su propia sombra. (Un viejo que nunca duerme)
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